Comencé a amar a América mucho antes de viajar por primera vez allá, tanto que casi no tengo memoria de ello. Sé que me gustaba escuchar música de Víctor Jara y de Quilapayún. Cuando tenía 16 años escribí una obra de teatro para clase de literatura sobre los mapuches. Leía autores americanos, escuchaba música americana. Como toda mi generación leí "Cien años de soledad" cuando aún no tenía edad para comprender la obra, y fui marcada por el realismo mágico de García Márquez, sólo entendible la magia de la realidad más dura cuando se conoce la compleja y sentimental sociedad colombiana...
Y ya entonces empecé un viaje interior, un viaje con el corazón, que no sabía si se iba a concretar alguna vez, ese viaje permaneció dormido en mí muchos años, hasta que una chispa salta, hasta que una señal aparece, y entendí que necesitaba realizar el viaje, esta vez con todos los sentidos, al continente americano, y comprobar lo que el corazón hace tiempo venía avisando: que una parte de mi se siente americana, que mis antepasados, otras mujeres como yo, otros hombres, no habían viajado a América sólo a conquistar, muchos y muchas habían ido en busca de una utopía, de un horizonte más amplio que el que se les ofrecía acá y ahora me tocaba a mi hacerlo, ahora, que parece que el futuro está en el norte, yo tenía que emprender un viaje para aprender y conocer a personas que día a día luchan por el futuro del sur...
Y viajé a la Argentina, y comprobé que lo que había soñado era cierto, que en las situaciones más difíciles, en los procesos más caóticos, hay personas que apuestan por la vida, por la dignidad, por la libertad, yo quería ser partícipe de la construcción del futuro de un pueblo, el argentino, que no hace tanto tiempo había ofrecido ese futuro a generaciones de europeos que acá no podían construirlo. La conformación de ese horizonte de paz y dignidad parte por la necesaria premisa de reconstruir y rescribir la historia, de recuperar la identidad de pueblos a los que han hecho creer que carecen de derechos y de historia.
Y viajé a Colombia, y comprobé que el carácter colombiano se parece mucho al mío, prima el gesto sobre la reflexión, la intuición, el trabajo, la afectividad, la desmesura, son sus premisas, nunca te puedes quedar indiferente ante nada ni ante nadie, y también supe que yo podía encajar en esa sociedad tan "irracional", trabajando con, y por, las personas que continúan resistiendo al olvido histórico al que están sometidos los pueblos del sur.
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