
No era necesario que abriera la boca, su rostro ya hablaba de sufrimiento, de resignación, de desesperanza. Ana era una mujer delgada, muy delgada, bajita, madre de tres niños, muy callada y tímida. Para alguien que viene de un país donde las condiciones de vida nos permiten envejecer con dignidad, yo hubiera dicho que tenía 40 años, pero sólo tenía 25.
La conocí poco después de llegar a Sao Miguel, me la presentaron las personas de la Pastoral da Criança, y, como a otras muchas familias pobres de Sao Miguel, empecé a acompañarla de cerca. Llegaba a su casa y siempre me sorprendía con su timidez y su hablar sin mirarme a la cara. Era casada, su marido...era un hombre que parecía siempre cansado. No parecía mala persona, pero...la bebida había hecho de él alguien incapaz de llevar adelante una familia. Gastaba todo lo que ganaba, nunca entregó un real a Ana, y por eso Ana y sus hijos pasaban hambre. La familia resultó apadrinada por una familia de España que cada mes colaboraba con 50 reales, una cantidad que aquí sirve para que estas familias puedan hacer una compra básica para pasar el mes: arroz, aceite, azúcar, sal, un poco de carne (para uno o dos días) unos litros de leche... ahora son casi 90 las familias apadrinadas y la mayoría de ellas están procurando cambiar a través de pequeñas cosas: una huerta, la participación en la pastoral da Criança, el cuidado de la higiene y la limpieza...Ana cogía cada mes ese vale y, sin mirarme a la cara, siempre lo agradecía.
Pero Ana era una mujer sin esperanza. Cuántas veces me dijo que... tenía ganas de desaparecer; "los niños... alguien los cuidará", decía.
Es triste, pero no es el único caso que he encontrado. Muchas mujeres, sobre todo mujeres, con 25 o 30 años han sufrido tanto, han aguantado tanto, que se encuentran sin fuerzas para seguir adelante. En su corazón, en sus entrañas, no hay lugar para la esperanza a no ser que tenga rostro de niños, otro más nacido de una noche más de sexo.
Hace unos meses el marido de Ana volvió para su tierra natal. Ana ya se había lanzado a los brazos de un viejo que aparentemente decía quererla. Al principio hasta nos causó risa. Recuerdo cuando me enteré que hasta bromeé con Ana. Ella sólo sonrió, mirando siempre al suelo. Llegué a pensar que quizás la suerte había llamado a su puerta.
Los niños me han dicho que no. El mayor me ha dicho que siempre estaba bebido y que le pegaba a Ana, que la trataba mal. Los tres hermanos ahora están en "la casa do abrigo" de Sao Miguel, porque aquel viejo mató a su mamá delante de ellos, con un cuchillo.
Cuando me dijeron que habían matado a Ana... pensé en las veces que me había mostrado los deberes de los pequeños, en las veces que había logrado robar una sonrisa de su rostro a pesar de que nunca me miró a los ojos, posiblemente por el lamentable estado de su dentadura. Pensé en los niños y fuí a verlos para darles un abrazo. El mayor me contó lo sucedido. Se me encogió el corazón.
Ahora los tres están en la casa de abrigo. Llegaron con lo puesto, toda su ropa cabía en una bolsa de plástico. Ni juguetes, ni libros. Nada.
Poco a poco la alegría está volviendo a sus rostros.
La violencia de género me ha tocado de cerca por primera vez. Aquí. En un rincón de Brasil. Donde muchas mujeres mueren sin conocer el significado de la palabra esperanza.
José Miguel Capapé
Quem quer a paz deve aprender a amar
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